Javier
Valdez Cárdenas
Para Miriam Flores,
Monja irreverente y malayerbera.
El morro la invitó a salir y
ella, de recorridos anchos por esas calles enlomadas, dijo que sí antes de que
él terminara la frase. Salieron a escondidas: el padre de ella era un matón y
formaba parte de una célula del narco que controlaba esa y otras zonas de la
ciudad, cuyo jefe era un hombre que no tenía dedos sino gatillos y un cañón
siete punto sesenta y dos.
Fueron al cine y luego por ái.
Ella volvió tarde a su casa y al otro día la abuela le preguntó. Ella le
contestó que se había entregado a ese morro que trabajaba en la gasolinera,
pero que lo había hecho porque le gustaba, la trataba bien y además la miraba y
le hablaba de una forma muy especial.
La abuela pujó y solo aguantó
dos horas para contárselo al padre.
El sicario se lo dijo a su
jefe. Patrón, quiero ir por él y matarlo. Le explicó por qué: había sido
llevada con engaños y ella apenas tiene dieciséis. El jefe asintió. Hizo una
señal y diez hombres armados ya estaban instalados en dos camionetas con los
chanates y los cuernos, empecherados y abastecidos. Vamos por él. Lo
encontraron en el trabajo y con un gancho al hígado lo doblaron. Le metieron a
la cabina y allí le iban mentando la madre y anunciándole que esa era la sala,
el comedor, el patio trasero, porque adelante, más adelantito, lo esperaba la
muerte.
Vueltas, brincoteos, sonidos de
camiones de carga que frenan con el motor. Quince minutos de un pavimento
herido por las lluvias. Luego el silencio, el eco pichicatero de algo que
parecía bodega, un cuarto grande. Bájenlo, siéntenlo allí. Atado. Dos golpes
más en los costados.
Luego un sonido de taladro de
odontólogo. Quemaduras en la panza, el cuello, el pecho. Toques eléctricos. No
le preguntaban nada. Solo le decían que lo iban a matar por haberse llevado a
esa jovencita. Los parientes del morro se enteraron. A sus veinte años
esperaron lo peor: hombres armados más levantón es una ecuación cuyo resultado
es un cadáver en el panteón clandestino de La Primavera, donde siempre es otoño
y baldío.
Llamaron a la policía, a los
amigos narcos, al vecino gatillero, al primo jefecito de malandrines del
barrio, al compañero de trabajo que conoce uno que anda en la clica y es medio
entrón. A todos. Y nadie les daba razón.
Dieron con él porque fueron
muchas las llamadas y de múltiples remitentes. Luego de la paliza y lo oscuro
que se ve desde el otro lado de los ojos vendados, el chavo ya no sintió nada.
No lo encontraron en despoblado, sino en la policía. El comandante le dijo aquí
está su hijo, dígale que le baje de güevos y no ande de gañón.
*Texto
publicado como parte de la columna Malayerba,
del semanario sinaloense Ríodoce (21
de septiembre de 2014).
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