Supe que vendría Adolfo Castañón mientras navegaba en la página del Noroeste, desde algún rincón del DF.
Su cátedra, intitulada "Gravitaciones e itinerarios de la poesía y la literatura latinoamericana" comprendía un programa muy ambicioso. Yo desconocía la obra de Castañón. Eso sí: estaba enterada de que pertenecía a la Academia Mexicana de la Lengua. Para mí eso era suficiente. De manera que decidí inscribirme y me presenté a la primera clase armada de una pequeña maleta donde había obras de los autores a revisar. Como supuse, fue necesario ajustar el programa, de manera que se vieran sólo a unos cuantos, pero dedicándoles el tiempo que cada uno merecía. Así, Castañón nos ilustró sobre los conocimientos herbolarios de Alfonso Reyes, el clasicismo de Manuel José Othón -de quien nos compartió los poemas leídos en la voz de barítono de Eduardo Lizalde-, la fijación por la maternidad de Gabriela Mistral, el rescate que hiciera Andrés Henestrosa de la cultura zapoteca, la sátira de León Felipe ante la pretendida hidalguía, la circularidad autobiográfica de Octavio Paz, la sencillez sólo aparente de José Martí, la importancia que tuvo para Eliseo Diego el haber formado parte de la revista Orígenes (donde no pagaban, pero era un honor publicar ahí), sobre Jorge Luis Borges, el anglófilo y Rubén Darío, el liróforo -de quien falta una iconografía-.
Castañón, el erudito, el bibliófilo, amigo de libros, de autores, se conmovió al enterarse, en plena clase, de que Cintio Vitier, el poeta cubano, fervoroso católico, había muerto. Nos pidió guardar un minuto de silencio. "Yo guardaría dos", murmuró, apesadumbrado.
Acaso una de sus sesiones más brillantes fue cuando se apasionó leyendo Los hombres que dispersó la danza; lectura precedida de un breve documental sobre Henestrosa que hizo llorar a varios alumnos. Henestrosa, el legendario, el nahual, el protegido de la suicida Antonieta Rivas Mercado; que llegó a vivir de sobras alimenticias, que hurgaba en faldas hasta muy avanzada edad, que rescató las leyendas de su pueblo y se jactaba de hablar el mejor zapoteco, al punto de hacer rabiar al propio Francisco Toledo.
Castañón, hombre de prodigiosa memoria, recitó al final de una jornada
un poema sobre el Cid. Lloré, agradecida, tras escuchar con los ojos cerrados, porque alguien atendía mi sed medieval. Me hizo llorar, le confesé al despedirme.
Intercambié varios libros y revistas con él, que se emocionó sobremanera al verme llegar, el primer día, con un ejemplar de Casa del Tiempo, de 1989, época en que apareció su columna Grano de sal, que posteriormente sería recopilada en diversas ediciones. ¿Cómo hizo esto?, me preguntó. Admití, tras obtener la dedicatoria, que el ejemplar había sido hurtado. Detalle que debió simpatizarle, dada la complicidad que surge entre bibliófilos. Al iniciar la segunda parte de la cátedra, colocó Grano de sal y otros cristales (Universidad del Claustro de sor Juana) en mis manos. ¿Esto es para mí? Sí. Y caí rendida ante el deleite verbal y transgenérico que permea la obra, donde lo mismo puede haber poemas sobre los puestos de comida callejera que sobre algún restaurante medieval o una conferencia sobre los suntuosos platillos mexicanos o un recetario decimonónico o refranes culinarios.
Castañón, maestro, gracias por su amistad, un verdadero bocado de cardenal...
FOTO: ELENA MÉNDEZ
Comentários
Un abrazo, amiga! ;-)
Gracias, amiga.