AMOR CONDUSSE NOI

Para María
Y bien, se dijo el periodista mientras sus dedos saltaban sobre el teclado y las letras iban apareciendo rápidas, frías, uniformes sobre el papel, acompañadas del ruido ametrallante que se fundía al de toda la sala de redacción, que era como un rumor de lluvia sobre un techo de hojalata, y bien, ¿cómo rayos reducirlo todo a palabras, a signos, a noticia, a papel impreso que se lee de una hojeada y que luego sirve para encender el calentador del baño o para fines más innobles? Tomó un sorbo del café mediado en la taza, casi frío, y tecleó unas líneas más, con aire furioso y cansado, como si lo hubieran levantado violentamente de su lecho, diciéndose maldito oficio, maldito oficio hecho por gente maldita para hablar de malditas cosas a malditos oficinistas o a malditos agentes de laboratorio (odiaba a estos últimos, porque en su ya larga carrera de fracasos, abandonos de empleo, despidos y temporadas de hambre había sido precisamente eso: agente de laboratorio) que mil veces recontramalditos sean. Arrancó la hoja del rodillo, la engurruñó, miró por un rato a los demás reporteros y redactores inclinados sobre los teclados y le parecieron odiosos compinches a los cuales les unía un pacto infamante. Pensar que tengo que profanar la historia, pensar que tengo que profanarlos a ellos, a la imagen de ella con su carita de ángel gótico, así, reclinadita en la almohada, como mirando a la ventana y como escuchando un pájaro que nunca va a cantar, y el hombre sentado al borde de la cama, absorto, mirándola arrobado, pensar que tengo que profanar eso, como si no hubiera sido bastante profanación la maldita curiosidad de los maldimirones y las estúpidas palabras que decían desde la puerta del cuarto, maldimirándolo todo sin comprender nada o comprendiéndolo sucia y malditamente, maldita raza de fugaces habitantes del hotel barato. Tomó otra hoja, la puso en la máquina y volvió a teclear, mirando sin ver las letras que mecánicamente se encarrilaban sobre el papel como ajenas a su voluntad:
Acto final de un amor prohibido

Y se quedó mirando el título, inclinando el busto hacia delante, la barbilla casi rozando el teclado, las manos agarradas al borde del escritorio, con un gesto absorto que era sólo dejar que las letras fueran asumidas por su mirada, ni siquiera por su entendimiento. Suspiró de fatiga y siguió escribiendo:
Un extraño suceso de sangre acaba de tener lugar en el hotel Viena de la calle Bolívar. Anoche, a las 20 horas (el periodista escribía para el diario del día siguiente) , el señor Manuel Pacheco, dueño de dicho hotel, descubrió un cuadro terrible y bello.
Tras unos segundos de inmovilidad, sacó su pluma estenográfica y sobre el mismo rodillo tachó en el papel bello para poner sangriento; luego tachó sangriento y leyó el párrafo. ¿Qué pueden entender esos imbéciles, qué rayos pueden entender? Se puso a recorrer con la mirada la redacción y vio venir hacia él, sólo eso me faltaba, al fotógrafo con su minúsculo sombrero voluntariamente grotesco, todo él moreno, ancho y macizo, perfectamente afeitado y maldisonriendo como un carnicero en domingo. Al llegar a la mesa, el fotógrafo puso delante de él, sobre la superficie de madera manchada de tinta y marcada de navaja, que recordaba los escritorios escolares, la abarquillada fotografía sobre papel brillante en la que estaba fijada la escena, detenida por el frío implacable relámpago del flash y recogida por la emulsión como una memoria no humana y sin conciencia, todo gris y sin relieve, irreal pero vulgar, fugaz e instantáneo y al mismo tiempo con un aura intolerable de inmortalidad, de presente perpetuo y obsesivo: el cuerpo delgado de la muchacha, impúber casi, con sus senos pequeños y sus caderas estrechas de virgen gótica, excesivamente blanca, con la mancha (negra en la fotografía, roja en el recuerdo) que nacía del costado izquierdo, entre el seno y el brazo, y se extendía sobre la sábana, y luego (pero no luego, puesto que todo aquello era en el mismo tiempo o no tiempo o congelada eternidad) a un lado de la cama, de pie y como aplastado contra la pared por alguna terrible fuerza vindicativa del flash, el hombre en mangas de camisa, delgado, con los lentes caídos a media nariz y la mirada agrandada por el súbito resplandor, con los brazos cruzados sobre el pecho, como un santo en un viejo cuadro o como un sacerdote oficiando un rito, exactamente –pensó el periodista- como un sacerdote oficiando un rito.
-¿Qué te parece?- preguntó el fotógrafo-. Para estar tomada desde la puerta no es un mal trabajo, ¿verdad? Si los policías me hubieran dejado entrar, habría tomado un buen closop de la chamaca. No era gran cosa, ¿eh? Un poco demasiado flaca. Y como que no le hubiera dado el sol en muchos años... Habrá que darle una manita a la foto, para que no se vea pornográfica. Habrá que hacerle unos tachoncitos negros aquí (señaló el pecho) y aquí (señaló la pelvis de la muchacha).
Pareció que el dedo índice del fotógrafo, corto, grueso y moreno, hubiera tocado una imagen de la muchacha grabada no el en papel sino en alguna profunda placa del corazón del periodista. ¿Pornografía?, se preguntó, hipnotizado por aquel dedo estúpido, ¿pornografía? No, profanación, vil, injusta y abyecta profanación. Porque todos profanaron desde el principio, desde el momento en que los descubrieron en ese Hotel de Todos Los Diablos que casi diría que olía a azufre, que seguramente apestaba a azufre puesto que atrajo a las dos mujeres del colegio de religiosas, quizá antes de que alguien las llamara del teléfono, enterado del número por la libretita en el cesto de costura de la muchacha. Y las dos monjas llegaron raudas en sus hábitos de faldas silbantes, las dos de edad madura, una pequeña y redonda, con la cabeza baja, y la otra gruesa como una campesina pero con la incolora carne de monja, con un cuello de toro y unas minúsculas gafas de aro dorado que le empequeñecían unos ojos ya pequeños. "Dios santo, profesor Escalante" había exclamado sin expresión la monja menor, y la otra había señalado el cadáver, y mirado al hombre y pronunciado con voz grave y acento español, espeso en las ces: "Sí, los conocemos... Señores, un poco de decencia, hagan favor de cubrirla", para taparla con la manta ella misma, puesto que de momento nadie se había movido, y entonces la luz de los flashes había vuelto a estallar en la habitación, relampagueando en los lentes de la religiosa. Entonces los policías y los agentes y los periodistas y los mirones supieron por la monja pequeña que la muchacha estudiaba en el colegio de las religiosas, que el profesor Escalante enseñaba gramática y que nadie pensaba que una cosa así, oh Dios Santo, quién podía imaginárselo pudiera ocurrir, porque la muchacha era buena estudiante y hasta parecía tener vocación religiosa, de modo que... "¡Pero, hermana!- había interrumpido la monja mayor- ¿De dónde saca usted eso de la vocación? ¡Vamos! ¿Cree usted que una muchacha con vocación hubiera llegado a esto?" Y cuando la otra insistió en voz baja sobre algo de autocastigos y disciplinas en relación con la muchacha, la mirada autoritaria la interrumpió desde atrás de las pequeñas gafas ovaladas. Luego, esa mirada se dirigió, implacable, sobre el hombre a quien habían nombrado como el profesor Escalante, y para la estupefacción general, el hombre sostuvo la mirada, con cansancio, sí, puesto que evidentemente había pasado la noche en vela, pero con algo que se parecía casi casi a un místico orgullo, y entonces la religiosa se había lanzado sobre él, en el estallido de los flashes, y lo había abofeteado, paciente mecánica coléricamente abofeteado, moviendo la cabeza del hombre a un lado y otro, pero no consiguiendo alterar la expresión de su rostro, y gritando "¡Satanás maldito de Dios manchador de Sus criaturas, Satanás, Satanás, Satanás!"
El reportero analizó en la fotografía, en el cuello de la muchacha, la pequeña cruz de plata sostenida por una fina cadena y posada entre los dos minúsculos senos.
Es una buena fotografía- dijo por hábito-. ¿Vamos a tomar una copa?
Se asombró él mismo de haber hecho una proposición de la que se arrepentía menos de un segundo después, pero que por la fuerza de la costumbre mantenida noche tras noche salía de sus labios como por su propio impulso, y miró con desgano la sonrisa que el rostro del fotógrafo le devolvía.
Salieron del periódico y caminaron, en la noche temprana, por la calle populosa, entre los puestos de tacos y fritangas y aguas frescas, y entraron en la habitual cantina de los periodistas, con su gran mostrador barroco de madera oscura y su enorme espejo de marco floripondioso, en el cual sonaban discusiones y golpes de ficha de dominó contra la superficie de plástico negro de las mesas, y se sentaron en una caballeriza del fondo, donde pidieron dos cubaslibres. Bebieron en silencio unos minutos, mirándose como idiotas, y de repente el fotógrafo posó rotundamente su mano voluminosa sobre la mesa, mirando fijamente al reportero.
-¿Qué?- preguntó éste.
-Escupe.
-¿Escupe qué?
Sin decir nada, el fotógrafo señaló con el índice al pecho del reportero, pero como el otro le mirara sin entender, golpeó ligeramente sobre la corbata roja aflojada en torno al cuello desabrochado de la camisa, y entonces el periodista negó moviendo la cabeza, sonriendo hastiado, indicando que realmente no quería hablar, que estaba hasta la coronilla de su asqueroso trabajo, pero cuando el otro pidió dos copas más y las bebieron, y luego otras dos, y el periodista sintió un lento ascendente calor en el pecho y la garganta, una niebla algodonosa y suave que parecía flotar en su torno (pues resultaba que no había probado bocado desde la mañana y el alcohol se le subía rápido), descubrió que estaba hablando, que el fotógrafo había logrado al fin sonsacarlo y hacerle hablar, y que hablaba precisamente de ellos, el profesor y la estudiante...
-...y fíjate en esto- oyó el periodista que su voz decía-, fíjate bien en esto: no es que sea el último acto de una historia de amor, como mañana va a decir el periódico. No. No es el último acto de una historia de amor, sino seguramente el único acto de la historia de amor. O, mejor dicho, la historia de amor completa de principio a fin, con su desarrollo, nudo y desenlace, como los cuentos bien pensados y escritos.
-¿Quieres decir- preguntó el fotógrafo- que ellos nunca....?
E hizo un gesto obsceno que ni siquiera irritó al periodista, pues ahora éste sabía que la profanación era inevitable.
-Sí- asintió el reportero con un seco cabezazo sobre el pecho-. Nunca se habían acostado juntos antes. Es más, ni siquiera se habían besado o abrazado, ni siquiera habían cambiado las sacramentales palabras de amor más allá de la muerte, de amor inmortal más allá del cielo y del infierno, aunque quizá los dos estaban perfectamente instruidos por poetas y novelistas para pronunciar esas palabras. Ni siquiera se habían tomado las manos antes de ese día, como si no quisieran hacer gesto alguno que los demás pudieran profanar, de la misma manera que el colegial nunca se atreve a pasar en tinta su dibujo por temor a dejar caer una mancha sobre el papel.
-¿Qué insinúas? – preguntó el fotógrafo, sonriendo- ¿Insinúas que antes de que fueran al hotel, ayer, al atardecer, no hubo nada entre ellos? Crees posible que no hubiera nada entre ellos?
-Creo posible todo- dijo el periodista-. Creo posible que Hitler no haya muerto y esté dirigiendo con otro nombre y otro rostro un colegio de enseñanza primaria en Tucumán, Argentina. Creo posible que la teoría de la relatividad la haya formulado, en una borrachera, un calderero de Illinois, Estados Unidos. Y en cuanto a ellos, a la muchachita y el profesor, creo posible todo, menos lo que mañana van a pensar los lectores del periódico. Pero fíjate, fíjate bien: Yo no digo que no hubiera nada entre ellos. Por supuesto que hubo algo. Hubo una mirada. ¿Comprendes? La simple y silenciosa mirada con su confesión secreta en la que él, clase tras clase, tres veces a la semana, de su escritorio al pupitre de ella, le entregaba lo más que podía, sus 38 años de hombre, sus veinte años de poeta confeccionador de sonetos tercamente trabajados durante meses y nunca mostrados a nadie, su vista cansada y dulce que al leer a Fray Luis o a Santa Teresa en voz alta chispeaba con un fuego súbito e inesperado, y su cotidiano esfuerzo por vencer el sempiterno diario y monótono subir a los tranvías y bajar de los tranvías, subir a los camiones y bajar de los camiones, esperar camiones y esperar tranvías, siempre dando clases y clases de gramática que recitaba como un fonógrafo, salvo precisamente en esa clase en que ella estaba sentada ante él, delgada en su uniforme pardo y horrible del colegio de religiosas, intacta en sus catorce años de ya no niña y aún no mujer, con su largo cuello y su rostro pomulado, de labios finos y ojos absortos, de mirada vacía y casi estúpida salvo precisamente cuando él daba la lección. Porque entonces en los ojos de ella, amansados o adormecidos por la voraz lectura de las empalagosas novelas de Delly o de Corín Tellado, había también una secreta confesión, la de una muchacha que casi no conocía más mundo que un patio de vecindad y el trayecto de su casa al colegio, la de una hija de porteros que la habían tenido casi viejos, educada desde que tenía uso de razón en ese colegio de religiosas, pasmada y seria, callada, prorrumpiendo en risas histéricas las pocas veces que jugaba con sus compañeras, llorando con los libros de amor que ocultaba a las monjas, y luego, al empezar a no ser ya niña temiendo la extraña nueva vida de su cuerpo, el terrible latido en las ingles, la aparición de la pubertad, y la idea obsesiva, mordiente, cruel y enloquecedora del pecado, de la atroz seducción de Satán, obligándola a castigarse a sí misma, en las noches, durmiendo desnuda en el frío suelo o clavándose alfileres en los senos o llegando a...
-¡Ey, detente!- gritó el fotógrafo-.Detente un segundo, ¿quieres? Vamos por partes. ¿Quieres decir que ellos se enamoraron en silencio, sin decírselo?
Exactamente. Pero como tú dices, vamos por partes. Lo primero que hay que explicar es que se reconocieron. O sea: que los dos se miraron un día y que a partir de ese momento la mirada se convirtió para ellos en el lazo, en el pacto de mutua posesión mediante el cual, lunes, miércoles y viernes, los dos se recuperaban y reconocían como dos náufragos llevados a una misma playa por distintas corrientes, y que durante muchas clases no hubo más que la mirada, hasta que...
-Hasta que se cansaron de tanto mirarse y se fueron al hotel a...- y el fotógrafo repitió el gesto obsceno.
-No, maldita sea, no. Hasta que un día él la miró, a mitad de la lectura de Fray Luis de León, o de Santa Teresa, qué importa, y se olvidó del lugar y el momento y dijo unos cuantos versos en francés que nadie entendió, ni ella misma. Unos versos, unos pocos versos de un poeta que él se sabía de memoria desde los dieciocho años, porque es el poeta de los dieciocho años, de la más bella y dolorosa edad del hombre. Los dijo como sin darse cuenta, como el que recuerda en voz alta, con ese aire de profesor distraído de cualquier historieta ilustrada.
Mon enfant, ma soeur,
Songe a la douceur
D' aller là- bas vivre ensemble!
Aimer à loisir,
Aimer et mourir
Au pays qui te ressemble!
-Eran versos de amor, ¿eh?
-Era el reconocimiento...
-¿Y por qué supones que dijo esos versos? ¿Por qué esos precisamente?
-Supongo que los dijo. Debió decirlos. Me imagino que los dijo. Quizá otros o quizá esos. En todo caso algunos de los versos del libro que encontraron en la mesita del cuarto del hotel.
-Debió ser un tipo cursi, ¿no? A ciertas muchachas les gusta eso.
-Debió decir esos versos, aunque no tuvieran nada que ver con la clase y aunque ese tipo de literaturas estuviese decididamente condenado en el colegio. Pero él era así, no distraído sino demasiado concentrado, y seguramente había estado pensando en las noches, en sus heladas y febriles noches de insomnio, en que le diría esos versos. Y un día los dijo. Todas las muchachas de la clase se asombraron y lo vieron como si se hubiera vuelto loco. Ninguna entendió las palabras, por supuesto, ni ella misma. Pero ella supo sin necesidad de entender las palabras. Ella supo. Porque ya existía la mirada entre ellos. ¿Comprendes?
-Despacio, despacio, ¿quieres? ¿Ella supo qué?
El mesero había traído otras dos cubaslibres y se había llevado los vasos vacíos. El periodista bebía casi automáticamente, sin darse cuenta. La bebida le daba un calor y una ternura como para llorar. Pero no voy a llorar, se dijo, no voy a profanar llorando, no voy a hacer eso. No me gustaría ni siquiera contar, pero no puedo evitarlo, me estoy emborrachando y no puedo evitarlo. Y aunque yo no lo cuente, otros lo harán, y con menos limpieza que yo...
-Ella supo- dijo -. Simplemente. Así que ya habían terminado de reconocerse, y no es que se cansaran de la mirada, sino que tenían que consumar, realizar, eternizar la mirada a través de la carne...
-Claro. Lo que ellos querían era...
-Calla, ¿quieres? ¿cómo rayos vas a saber lo que ellos querían? ¿Cómo rayos va a saber nadie lo que ellos querían? ¿Quién de los malditos reporteros y de los malditos fotógrafos y de los malditos lectores lo va a saber, eh? Todo lo que sabemos, lo que creemos saber, escucha bien, todo, es que hubo una mirada. Una mirada y luego una muchacha muerta y un hombre al que llamaremos asesino para mejor profanarlo todo. Un cuarto de hotel, un reportaje, una indecente fotografía. Pero lo que debemos entender bien es que todo comenzó con la mirada, y que la mirada era pura. Y que un día, al terminar la clase, él salió del colegio y la esperó, en lugar de tomar su autobús o su tranvía, y que ella salió minutos después, y que ellos empezaron a caminar, uno al lado del otro, sin tomarse de la mano, sin mirarse siquiera, puesto que ahora la mirada los veía, y que así pasearon por la ciudad, y que luego llegaron al hotel, ya en el anochecer, y que en la oscura portería el dueño del hotel les alquiló un cuarto por una noche...
-Yo vi al hombre. Estaba aterrado porque sabía que podían cerrarle el hotel. Se puso tartamudo y dijo que había creído que eran esposos, y que ella le pareció de más edad, porque no la vio bien.
-Es probable. Es probable que sea verdad y que, a la luz débil de la portería, ella, delgada, un poco más alta que él, con los ojos en sombra y sus finos labios cerrados, le pareciera a un maldito dueño de maldito hotel una mujer en la mayoría de edad. Creo más bien que el maldito dueño del maldito hotel estaba acostumbrado a muchas cosas, a ver toda clase de parejas: normales, absurdas, ridículas o depravadas, y que al final de cuentas a él lo mismo le importaba todo. El caso es que ellos pagaron y subieron al cuarto, un cuarto con una ventana que daba al callejón, desde el cual podía verse el restaurante de chinos y oírse la música dulzona de alguna victrola no visible desde allí, y que en ese cuarto se miraron, o la mirada los vio, o se vieron en la mirada, y entonces ella se sentó al borde de la cama, con los ojos fijos en él, y él acarició el cabello de la muchacha y murmuró unos versos...
-¿Qué rayos le pasaba? ¿Por qué perdía el tiempo?
Ahora al reportero ya no le importaba la profanación, porque estaba empezando a creer que no había profanación posible, que la historia estaba defendida de la profanación por la nube de alcohol en la que él se sentía envuelto, acompañado de sus personajes, y continuó:
-....Unos versos de aquel poeta amado, leído insaciablemente en sus noches de soltería casi religiosa. Murmuró los versos como rezando, como preparándose para una ceremonia sagrada, y luego volvió a mirarla, y respetuosamente, suavemente, sacramentalmente, sus manos se posaron sobre ella y fueron desnudándola mientras las palabras fluían de sus labios como un incienso:
Nous aurons des lits pleins d' odeurs légères,
Des divans profonds comme des tombeaux,
Et d' etranges fleurs…
y luego acariciaba el cuerpo blanco y apenas púber, besaba sus pechos y la fría ¿o ardiente? cruz metálica entre ellos, decía:
Nous échagerons un éclair unique,
Comme un long sanglot, tout chargé d' adieux,
-y entonces…
-Y entonces consumaron en la carne la mirada, y todo lo que la mirada quiere ser se realizó en sus cuerpos, y ahora se recuperaban de todos los días que no se habían conocido, que no se habían encontrado en la mirada, y abolían la serie interminable de subidas y bajadas en camiones y tranvías, de oraciones incansablemente repetidas en la pequeña capilla, de los desayunos y comidas y cenas inevitables, de los martes, jueves, sábados y domingos, de la no mirada, del sólo yo y el sólo tú, y luego…
-Y luego ella se asustó de lo que había hecho, y empezó a decirle que lo contaría a los padres y a las monjas si él no se casaba con ella, y como él también estaba asustado, tomó las tijeras del bolso de costura de ella y…
-Y luego volvieron a mirarse y comprendieron que todo estaba realizado, que ya no podían ir más allá de la entrega en la mirada y en la carne, que sólo quedaba el disolver la mirada en la serie interminable de los días, en la cotidiana cotidianidad de lo cotidiano, y que sus rostros iban a ser unos rostros más entre los rostros innumerables, que ya nunca se encontrarían por primera vez, que esa primera vez era la única y no volvería a ocurrir como primera vez, que la intensidad del encuentro y del reconocimiento iba a ahogarse en la jalea monstruosa y habitual y colectiva en la que todos viven ignorando o despreciando encuentros y reconocimientos, viviendo de un lunes a un martes, de un martes a un miércoles, de un jueves a un viernes deunviernesaunsábadoydeunsábadoaundomingo, todo eso mientras crecía en ellos lo que el poeta había llamado l' obscur ennemi qui nous ronge le coeur, y entonces ella tomó de su bolso de costura las tijeras, se las dio a él y le ofreció su pecho…
-Pero él fue más listo, ¿no? Él no se mató.
-Sí, él no se mató, porque alguien tenía que quedarse de este lado, alguien tenía que recordar. Y retiró las tijeras ensangrentadas, el cuerpo de ella se desmadejó dulcemente y cayó sobre el suyo, y él cerró los ojos un largo rato y luego la besó y se quedó así una buena parte de la noche, esperando la luz increíble del alba…
-Sí. Y al día siguiente, es decir hoy, el maldito dueño del maldito hotel, como tú dices, subió a cobrarles lo del nuevo día, y tocó a la puerta, y como nadie contestara, creyó que se habían ido sin pagar el maldito cuarto del maldito hotel, y abrió la puerta y se le heló la sangre en las venas.
-Sí- dijo el reportero, llorando sin sentirse triste, llorando de pura calma, de pura serenidad, porque ahora él también sabía-. Así ocurrió. Así tiene que haber ocurrido. Y mientras tú fotografiabas con tu maldita cámara para el maldito periódico, pensé lo que seguramente él habrá dicho cuando ella le ofreció las tijeras. Pensé que dijo: Amor condusse noi ad una morte…
-¿Cómo? ¿Qué dices que dijo?
-Vete al diablo, maldito idiota- dijo el reportero limpiándose tranquilamente las lágrimas-. ¿Nos tomamos otra?

José de la Colina

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