NARRAR EL HORROR: ÚLTIMOS TESTIGOS, DE SVETLANA ALEXIÉVICH



Svetlana Alexiévich (Ivano-Frankivsk –antes Stanislav-, 1948) ha hecho historia. No sólo por haber sido la primera periodista en obtener el Premio Nobel de Literatura –concedido en 2015-, sino por ser de las pocas mujeres que ha recibido tan preciado galardón. Ella, apenas, es la número 14. Y lo ha merecido con creces. La Academia Sueca, en su acta, inscribió que se le otorgaba el honor "por sus escrituras polifónicas, un monumento al sufrimiento y coraje de nuestro tiempo".
Alexiévich se considera un “oído humano”: “Existe una vertiente de la vida humana, la vertiente oral, que los literatos no logramos conquistar. A mí me ha embrujado y me tiene cautivada”. Sabe escuchar, sabe descifrar: “Mi método ha sido intentar liberar a las personas de los prejuicios y sacarles recuerdos que quizá ni ellas mismas creían que sabían”.
Ryszard Kapuściński afirmó, en una entrevista con su colega mexicano Pablo Espinosa: “Una mala persona nunca puede ser un buen periodista”. Alexiévich, tal como fuera el insobornable polaco, es una gran persona y una gran periodista. Poseedora de una mirada afable, transparente, de una enorme capacidad de asombro y de indignación, ha denunciado algunas de las mayores barbaridades históricas del pasado siglo XX y de nuestros días, como Chérnobil y Afganistán, sin arredrarse ante los poderosos. 
La censura, el exilio, sus diferencias con los mandatarios Vladimir Putin y Alexandr Lukashenko, no han logrado frenarla. Desde que recibió el Nobel, el poder es más cauteloso con ella, según declara.
Últimos testigos (Debate, 2016), su más reciente libro traducido al español, demuestra su grandeza como persona, como periodista; basta para explicar por qué ha sido vetada; pero, sobre todo, revela su cualidad de “oído humano” y es un material invaluable para comprender las razones por las cuales obtuvo el Nobel.
Ucraniana criada en Bielorrusia, nacida apenas tres años después de terminada la Segunda Guerra Mundial, se interesó por el episodio histórico llamado la Gran Guerra Patria, durante el cual la entonces Unión Soviética se enfrentó a Hitler en una cruenta lucha de cuatro años.
Últimos testigos reúne 101 testimonios de personas que padecieron las atrocidades de la guerra cuando apenas eran niños. De esos 101 testimonios, 60 son de mujeres y 41 de varones, cuyas edades oscilaban entre los cero y los quince años. De hecho, de las tres personas de cero años, dos nacieron al principio de la guerra y uno al final. Empero, han tenido algo muy íntimo, muy doloroso, para contarle a Alexiévich, quien acierta al omitir sus intervenciones: apenas se nota su labor en la selección de epígrafes, de los fragmentos relevantes, entre otros detalles que organizan este coro de voces sabiamente dirigido por ella.
En su extremada modestia, hasta declinó elaborar un prólogo. Sólo aparecen dos citas: una que recuerda al lector que millones de niños de diversas etnias perdieron la vida en ese monstruoso conflicto. Y otra de Dostoievski, donde afirma que ninguna guerra justifica el llanto de criaturas inocentes.
La autora, además de mencionar la edad de cada testigo, proporciona su nombre y ocupación actual. Eso permite al lector formarse una idea más completa del pasado y devenir de todos.
La guerra definió la vocación de varios: un piloto que soñaba con surcar los cielos; un fotógrafo que presenció el retrato de unos partisanos, entre ellos, sus padres; una modista huérfana que soñaba con tener muchos vestidos; un pintor que, sin embargo, es incapaz de representar en sus lienzos la masacre que su aldea soportó estoicamente…
Hay un cúmulo de sueños frustrados. Acaso el relato más ilustrativo sea el de la joven bailarina que sufrió una suprema humillación tras unirse a los rebeldes: “Todos mis sueños de la guerrilla acabaron en la cocina: me tocó ponerme a pelar patatas. ¿Se imagina la rebelión que se alzaba dentro de mí?” (pp. 296-297).
Hay la añoranza de una existencia recordada como idílica, contrastante con la pavorosa ignominia que sobrevendría. Resulta harto significativo que, en numerosos testimonios, evoquen la guerra como teñida de negro: “En mis recuerdos todo está teñido de negro: los tanques son negros, las motocicletas son negras, los soldados alemanes llevan uniformes negros. No estoy seguro de que en realidad todo fuera de color negro, pero se me quedó así grabado en la memoria” (p. 41).
Más allá del pisoteo a la más elemental dignidad humana, este catastrófico episodio ha dejado desquiciantes pesadillas, dolorosas certezas, enormes interrogantes a sus víctimas. Traumas imposibles de sanar: “Crecí lúgubre y desconfiado, tengo mal genio. Si alguien llora, no siento pena; (…) me siento aliviado porque yo no sé llorar. Me casé dos veces y las dos veces me abandonaron, ninguna mujer ha sido capaz de aguantarme” (p. 245); “‘Si lloráis, os dispararemos. Sonreíd’. Nos obligaron a sonreír (…) Todos eran hombres jóvenes, apuestos (…) Yo ya no temía a los muertos, sino a esos vivos. Desde entonces me aterran los hombres jóvenes. No me casé. No conocí el amor. Me daba miedo: ¿y si daba a luz a un niño?” (p. 274).

El volumen se lee con el corazón oprimido y las lágrimas al acecho. No obstante, hay ocasiones para sonreír, para conmoverse. Como el caso de la gitanita que predijo “un gran amor” a otra niña, cuando empezó a echar la suerte, aunque el panorama que las rodeaba fuera catastrófico; como el del marinerito deslumbrado ante la magnificencia del mar, a sabiendas de hallarse en la guerra; como el de la chica comunista que de adulta exclama: “Eran unos tiempos terribles, pero qué gente tan maravillosa había” (p. 79); como el de la huerfanita rescatada por unos guerrilleros, que comenta: “(…) No entiendo lo que son los desconocidos porque mi hermano y yo crecimos entre gente desconocida. Nos salvó gente desconocida. Pero ¡si no son desconocidos! Toda la gente es familia (…)” (p. 111); como el de las hermanas que anhelan las muñecas de las que carecieron al arrebatárseles la infancia…
Elena Méndez

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Svetlana Alexiévich,

Últimos testigos
(Título original: Poslednie svidételi. Solo dliá déstkogo golosa),
Traducción: Yulia Dobrovoskaia y Zahara García González,
Debate,
México, 2016,
336 pp.
 


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