LOS DELIRIOS DEL PODER

Fabrizio Mejía Madrid es un narrador y cronista nacido en la Ciudad de México en 1968; año y escenario de uno de los hechos más cruentos en la historia contemporánea de nuestro país: la matanza de Tlatelolco, ordenada por el entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz, quien gobernó de 1964 a 1970. Dicho genocidio le ganó el repudio generalizado de la población, que desde aquel 2 de octubre honra la memoria de los caídos, que –irónicamente- perecieron bajo el pretexto de salvaguardar la pretendida paz de la nación, que se hallaba en vísperas de ser anfitriona de los Juegos Olímpicos.

La cruel represión acontecida en esa fecha puso de manifiesto el modo en que, según Díaz Ordaz, debía gobernarse. Como él mismo expresara a su equipo cuando asumió el cargo de Secretario de Gobernación: “Las reglas (…) serán sólo cuatro. Uno: díganme la verdad. Dos: nunca pidan disculpas. Tres: si violan la ley, pues viólenla, pero que yo no me entere. Cuatro: tengan cuidado de lo que me informan y cómo me lo informan, porque puede haber muertos.” “(…) A un secretario de Gobernación hay que tenerle, sobre todo, miedo”(p. 173)

Este polémico personaje le permite reflexionar a Mejía Madrid acerca de los delirios del poder. Como bien refiere el narrador, al citar una escueta conversación telefónica entre el entonces presidente Adolfo Ruiz Cortines y Díaz Ordaz: “El poder se deleita en lo absoluto cuando escatima palabras y abunda en acontecimientos en los que se demuestra. El poder no está hecho de palabras, sino de silencios” (p. 143)

Con Disparos en la oscuridad, el lector comprueba lo que el difunto Carlos Monsiváis aseveraba sobre la escritura del autor:“Su periodismo es literatura” pues en su obra se desvanecen hábilmente las lindes entre crónica, ensayo y novela para crear un relato estremecedor.

- Su novela Disparos en la oscuridad me recuerda un poco a la gran obra de Ramón del Valle-Inclán, Tirano Banderas, no sólo por presentar a un presidente de figura esperpéntica, al que se satiriza, sino por la paranoia que ambos sufren de que el poder les sea arrebatado…

Sí, Tirano Banderas, pero también el General Zacarías de El Otoño del Patriarca, de Gabriel García Márquez y, si me apura, hasta el Artemio Cruz moribundo de Carlos Fuentes. El reto era cómo narrar a un tipo particular de Todopoderoso (no le llamemos dictador) que es el Presidente mexicano: que detenta el poder durante doce años (hay que recordar que los siete aneurismas cerebrales de Adolfo López Mateos hicieron de su secretario de Gobernación un presidente de facto) y que, en los siguientes nueve años, pierde a tal punto la capacidad de hacer obedecer a los demás que es llevado a la Plaza de Tlatelolco, a la Cancillería, a dar explicaciones de su presidencia, de sus amoríos, de su fortuna. Es su agonía política y, a la vez, física: no aguanta ni dos meses en el cargo de embajador de México en España y se le descubre el cáncer que lo matará dos años después. Entonces no sé si esa realidad sea o no esperpéntica, pero la cuento tal cual, sin adornos, sin barroquismos. Si existiera un libro anterior sobre Díaz Ordaz quizás me hubiera permitido las exageraciones de Valle-Inclán o la poesía en prosa de García Márquez, pero no podía. Primero, había que explicar, mostrar a ese ex presidente.

- ¿Considera usted que el poder pueda llegar a enfermar al que lo posee?

El poder es la enfermedad. Los síntomas son querer que los demás lo obedezcan a uno, pretender que los demás vivan la vida como uno dice. En el fondo esa enfermedad del poder es creer que alguien le puede decir a los demás cómo ser felices. Es un absurdo, pero está en la base de la obediencia y de las jerarquías. El resultado siempre va a ser el mismo: el poderoso parado, solo, en las ruinas de su ciudad ideal. Elías Canetti, por supuesto, lo dice mejor que yo: el fin del poder es quedarse solo.

-¿Qué tan difícil le resultó escapar en su narración del mero chisme? Pregunto esto porque algunas de las anécdotas incluidas pudieran parecerlo…

La enfermedad de Adolfo López Mateos es un asunto público porque era el Presidente, como es la enfermedad de Addison en el caso de John F. Kennedy. La amante de Díaz Ordaz era La Tigresa. La de Kennedy era Marilyn Monroe. Cada quien sus gustos. La vida de los ex presidentes, toda, es de interés público. Algún costo deben pagar por estar en la cúspide de todos nosotros, los ciudadanos. Y, en el caso de Díaz Ordaz, de Echeverría, de los Alfonsos (Corona del Rosal y Martínez Domínguez), del General Gutiérrez Oropeza, el pequeñísimo costo a pagar es el que un simple cronista escriba un libro como Disparos en la oscuridad. Es mi particular tribunal compensatorio, compartido con los miles de lectores. El único límite fue la conjetura documentable.

- ¿Hasta dónde es posible delimitar, en una obra como ésta, lo periodístico de lo literario?

Llevamos siglos discutiendo esa frontera borrosa, impalpable, entre lo “verdadero” y la ficción, entre lo que García Márquez denominó poesía informativa y periodismo poético. No hay tal frontera genérica. Octavio Paz dijo que quería dejar poemas con la convicción de un artículo periodístico y artículos periodísticos con la concisión de un buen poema. La ficción no es, como pensaría el señor de la tiendita de mi esquina, lo falso; como no sería la verdad lo verificable. Todas son construcciones: la novela, el relato histórico, el periodismo. Son narrativas.

- ¿Podría decirse que Díaz Ordaz sufría de un mesianismo tiránico?

Disparos en la oscuridad no es la particular propensión de un hombre al orden. Es la narración, la documentación, de todo un sistema, de una cultura que valora más la estabilidad que el cambio. En México le hemos tenido tanto miedo a los cambios que somos el único país que tuvo un Partido que hacía elecciones generales sólo para refrendar la decisión de una sola persona, el Presidente en turno. Había matanzas, corrupción, alzas de precios brutales, y los gobernantes jamás cayeron. Somos el único país de América Latina que no tuvo una Comisión de la Verdad sobre los crímenes de lesa humanidad que tuviera resultados. No es un tirano, sino todo un sistema de relaciones de lealtad, silencio y obediencia.

-¿Qué tan similar resulta la mano férrea de Díaz Ordaz con la de Porfirio Díaz, con quien compartía el origen oaxaqueño, el apellido y la jerarquía política?

No son muy distintos entre ellos y con los demás, por ejemplo, con Ruiz Cortines o Salinas o el mismo Calderón. Puede uno decir que tal presidente fue frívolo o paranoico o con tendencias asesinas, pero, al final, es lo mismo: el orden está por encima del cambio. Los mexicanos vivimos los cambios siempre como un caos, como la profecía del final de los tiempos, como el famoso “peligro para México”; como la instauración, del otro lado, de un Salvador que nos redima de todos los problemas. La estabilidad en México es simplemente la idea de que es mejor estar igual de jodidos que no estar del todo. Es la idea de que cualquier cambio es para peor. Hay un pesimismo profundo en la idea de hacer política, una especie de resignación a no ser ciudadanos, a estar “fuera” de los tejemanejes del poder, casi como salvación a la mano: que se arreglen entre ellos y no nos molesten. El miedo a las locuras sexenales, sean matanzas, acuerdos comerciales o luchas contra la delincuencia, nos ha despolitizado.

-Paco Ignacio Taibo II afirma, en el texto de contraportada de su libro, que Díaz Ordaz es el “padre espiritual de los que lo han seguido en la silla de Los Pinos”. ¿Estaría usted de acuerdo con semejante aseveración?

Por supuesto que estoy de acuerdo, por todo lo que acabo de decir. Hay dos ideas que persisten en la cultura política mexicana: cada sexenio es una nueva oportunidad para la Salvación o la Condenación y, cada seis años, se aplica el “sálvense quien pueda”. Es un ciclo de esperanza, decepción y resignación.

- ¿Qué tanto influye en usted la obra de Carlos Monsiváis?

Carlos seguirá siendo alguien a quién recurrir. Ahora abro sus libros en busca de respuestas, de insinuaciones, de distancias irónicas. Antes, le llamaba por teléfono los domingos muy temprano. Este libro, sin duda, le debe mucho a él. Me hubiera gustado que lo leyera antes de su publicación, pero creo que es un capítulo de Días de guardar, de La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska, y quisiera pensar que hasta de Se está siendo tarde, de José Agustín. No sé. Es lo que quisiera, pero ya los lectores dirán.

Elena Méndez

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FOTO: Ángela Mejías

http://www.siempre.com.mx/2011/09/los-delirios-del-poder/

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