FEROZ


En memoria de Álvaro Rendón


¿Ya vio a Feroz?”, preguntaba Elena Méndez en uno de mis retornos benéficos a Culiacán, querencia a la que me lleva la reincidente aura de San Gilberto Owen. Suprimía el artículo, pues el adjetivo, naturalmente con mayúscula, era el verdadero nombre, el heterónimo de Álvaro Rendón. Como muchas otras sinaloenses, Elena, alumna suya, había sido inoculada por esa pasión sin concesiones que el profesor ponía en lo que vivía leyendo, en lo que leía viviendo. Su pregunta tenía numerosos matices. No había visto aún al Feroz -a Feroz-, pero verlo era una fiesta y una necesidad. Lo que a él le urgía, y a sus amigos también, era hablar de libros, de autores, de letras. Jamás hacerlo mal de la persona que los había procreado. Era el último lector, que decía Ricardo Piglia, y por eso era el primero. Alguien nacido para amar y construir, para soñar y rebelarse a través de los libros. No era la erudición la que en el más admirábamos sino el entusiasmo. La manera en que sus ojos destellaban al invocar lo que le había deslumbrado y le había enseñado no a entender sino a vivir. A vivir más integralmente, con los sudores y alegrías, las furias y las penas que la verdadera literatura proporciona.

Un día le pregunté: “¿Por qué te dicen el Feroz?” Y con esa espontaneidad infantil, tan suya, me explicó: “A mi hermano le apodaron el Guapo y como necesariamente había que ponerme a mí un sobrenombre, no se les ocurrió más que el opuesto, o sea, el Feo. Para suavizarlo, cambió a Feroz”. Me vino aquel parlamento de Jesús Inclán en Los olvidados cuando le dice a un niño: “Qué apodo tan sin chiste te pusieron”. Y si el de Álvaro lo fue en un principio, el tiempo se encargó de demostrar que algunos nombres se definen por oposición: el Feroz era manso como los auténticos valientes.

La memoria me es cada día más infiel, pero creo que con él compartimos la insuperable cabrería en El palomar de los pobres, con Gilberto Cabanillas, César Ibarra y Francisco Meza. A la salida, ya de noche, se afanaron en que camináramos de regreso a mi hotel, con un Culiacán patrullado constantemente por camiones del ejército y por aquel otro ejército tan invisible que no puede ocultarse. Fue César precisamente quien me envió el correo, lacónico y terrible, “Mataron a balazos al Feroz”. Un endecasílabo impecable, digno de una canción dedicada a quienes mueren a manos del hierro que también blandieron. Luego me han llegado detalles, por Ignacio Trejo: venía de ver a César López Cuadras, otro sinaloense que pone el discurso de las letras encima del discurso de las armas.

¿Qué hace a Feroz un muerto distinto? ¿Qué lo vuelve tan próximo a nosotros? Todos los días, y no es una hipérbole, nos matan lo más nuestro en un cada día más mutilado territorio. La muerte, es verdad, pone en un mismo nivel al nómada forzado que partió de Tamaulipas y al profesor universitario. Por todos están doblando las campanas. Sin embargo, a Álvaro no podíamos reprocharle que fuera un poquito canalla. Como sería de noble, que hasta el alcohol se portaba bien con él. Lo hacía más elocuente y entusiasta, más generoso y niño. Era un oasis en el territorio vasto y pequeño, generoso y mezquino de nuestra República Literaria. Hablar con él nos hacía menos despreciables.

Es muy temprano aún para dejar de llorar a Feroz, pero él hubiera sido el primero en exigirnos que acudiéramos al heroísmo del buen humor que nos enseñó nuestro maestro Alí Chumacero. A sus ochenta años, cuando le preguntaron que le faltaba en la vida, respondió, lacónico, solemne y travieso: “Ser apuñalado por un marido celoso”. A Feroz le faltaba ser muerto a balazos, y no morir de dolores y humores indignos en una cama de hospital. Estoy seguro de que, como hombre de honor, no dio muestra de debilidad. Ojalá le haya sido concedido, como al personaje de Élmer Mendoza en Trancapalanca –que en realidad es él, en una de sus inminencias con la Parca- haber dicho en la cara del cobarde que en ese momento dominaba el hilo entre la vida y la muerte: “Jálele”. Y hablarle de usted al asesino, para hacer mas distante su vileza.

Vicente Quirarte






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