LA VERDAD DE LA FICCIÓN*


Como novelista, he establecido mi territorio de ficción en las debilidades humanas, en la parte oculta de la doble moral que por lo mismo es la que más tentaciones despierta, en la suposición de que una persona, una ciudad o un país son vulnerables por su falta de respeto a las leyes y a los principios básicos de convivencia humana. ¿Cómo he llegado a eso? Probablemente por lo que veo, oigo y deduzco, por lo que leo, imagino y supongo. Quizá también por mi forma de ir por la vida entre estar presente y ausente que es como me gusta. Lo único cierto es que no estoy seguro de cómo ocurrió.
La ficción me ha dado un espacio vital donde me muevo a mis anchas, sin mayores restricciones, feliz de que Platón y sus discípulos hayan fracasado. Ellos concibieron una ciudad sin poetas. Detestaban a Homero porque en la Iliada había contado cómo lloraban los griegos en el sitio de Troya, y en la Odisea cómo Odiseo le rogaba a Calipso para que le permitiera continuar su regreso a Ítaca. Querían enmendarle la plana a un tipo que había sido soldado y que seguramente sabía la tremenda soledad del frente de batalla.
La ficción es un campo donde la verdad no es importante; sin embargo, es in abolible, cada tanto aparece sin que se le llame, y no siempre es el escritor el que la detecta, generalmente es el lector, ese poderoso ser que disfruta, estudia, discrimina y llega a las más extrañas conclusiones. Le encanta, por ejemplo, encontrar referentes reales, hechos repetidos. La mayoría son expertos en ubicar medias verdades y confiesan que las verdades completas no les llaman la atención. Al final la ficción y la verdad se echan la mano, van juntas, definen el claroscuro en la narrativa. Ricardo Piglia asegura que se ayudan, que “entre la verdad y la falsedad se juega todo el efecto de la ficción”.
Cada vez que me dicen que mi literatura cuenta la realidad me asusto un poco. Nunca he tenido la certeza de que lo que cuento sea real y mucho menos que sea verdadero. Siempre parto de historias imaginadas y por lo general apuesto a la lengua viva, la cotidiana. Claro que tampoco rehuyo la violencia o el punto de quiebre donde un ser humano que ha llevado una vida correcta se convierte en un fanático de la ilegalidad. Esto ha provocado que más de un crítico hable de mi literatura como emergente y a veces como marginal, y por supuesto, también como realista.
Quiero detenerme un momento. El crítico Hermann Herlinghaus, cuando se refiere al libro Ciudad letrada de Ángel Rama, toca este punto que me parece importante: “En la medida en que se identificaba la modernidad con situaciones y procesos urbanos alrededor del núcleo de una cultura escrita, las culturas populares resaltaban como culturas de etnias locales, destinadas o bien a rechazar una supuesta contaminación de todo lo moderno, o bien a enfrentar una inevitable agonía”. Como Herlinghaus se explaya después, las culturas populares no han muerto, han sobrevivido a cualquier cantidad de embates de la modernidad y continúan desarrollándose y tomando lo que les es útil de cualquier parte. Desde el tango a los corridos pasando por el bolero; desde las crónicas de Manuel Gutiérrez Nájera a las de Carlos Monsiváis, desde la narrativa de Manuel Payno y José Tomás de Cuéllar que dan señales del México decimonónico, hasta las páginas reveladoras que en la actualidad escriben los miembros de la Narrativa que viene en Sinaloa.
Las tradiciones se han mezclado. El lenguaje de los barrios es probablemente el enlace entre el campo y la gran urbe. Pero las historias que cuentan se repiten, son muy parecidas cuando no iguales a las de la ciudad letrada. Con frecuencia nos enteramos de nuevas Medeas, nuevas doñas Bárbaras o nuevos Migueles Páramo. La literatura y sus modelos. Y cuando tratan de violencia no tienen problema, porque en nuestro tiempo nada parece más universal que la violencia. En cuanto a la forma hay un principio de modernidad que va más allá de la eficacia del discurso, y donde todos parecemos tener los mismos maestros o cuando menos el mismo punto de partida y los mismos referentes y al final, tal vez los mismos logros.
¿Soy un autor emergente, marginal o las dos cosas? No lo sé. No puedo negar lo que mi ciudad me da. Toda una gama de colores, sabores, sonidos, actitudes, sueños y leyendas. Me debato entre mis percepciones y los hechos. A veces, olvido mi formación, mi filiación con Rulfo y Fernando del Paso, que es decir con Faulkner y Joyce, a la literatura hecha con historias cotidianas siguiendo una visión literaria que se detiene en el estilo y en una concepción trascendente del acto de escribir. La realidad da y quita. Ray Bradbury, uno de los más apasionados maestros de la narrativa de ciencia ficción, cuenta en su libro, Zen en el arte de escribir, que una noche que paseaba con su mujer por una playa de California, dieron con las ruinas de un muelle y los restos de una montaña rusa derrumbada en la arena y roída por el mar. ¿Qué hace ese dinosaurio tirado en la playa? Inquirió. Su mujer que era sabia no respondió. A la noche siguiente, el maestro fue despertado por la sirena de un barco que sonaba insistentemente. Para él no había tal barco, era el dinosaurio que asistía a una cita amorosa. Como se ve, la realidad es el perfecto provocador, lo lleva a uno a los recuerdos o a la creación de un futuro probable.
Si soy emergente porque elegí un lenguaje para contar mis historias, lo acepto, aunque nunca haya pretendido abandonar la ciudad letrada de que habla Rama; si soy marginal por la dureza de mis temas, tampoco es algo de lo que quiera huir. Si hay verdades en mis novelas, no son el eje de mis ideas, o en todo caso serán elementos afectivos que siempre me abren el corazón de mis lectores.
He contado lo que debía contar, si he sido contracultural me encanta, aunque tampoco lo haya buscado. Lo que siempre he deseado y sigo en la idea, es hacer una literatura vital, representativa de mi tiempo, que a la vez que provoque sonrisas induzca irritación, preguntas y mejores respuestas. Me complace por breves instantes ser la voz de un pueblo, ser su habla, su ironía, su temeridad y su desconcierto. No se me tome a mal, pero también me halaga ser una de sus vías a la utopía. Me encanta ser culichi.
Al principio, con mi primera novela Un asesino solitario, estaba seguro que había escrito una novela de lenguaje, una obra donde el personaje principal era el habla de una región que es el norte de México y que me daba una postura en la narrativa nacional. Nada de eso ocurrió: resultó una novela política, y de ahí una novela de delito con alta dosis de Naturalismo. Afortunadamente, Aurelio Major, mi editor me advirtió lo qué pasaría y que si mi libro era una novela de lenguaje se consideraría después y en el ámbito académico, donde, sin embargo, la mayoría de los estudiosos concluyen que soy emergente o marginal. Esto tampoco es nuevo. Los escritores generalmente tenemos opiniones equivocadas de nuestra obra.
En El amante de Janis Joplin, impactado por la conexión natural que se dio entre los lectores y mi primera novela, trabajé sobre dos aspectos que flotaban a mi alrededor a principios de los setenta: el narco y la guerrilla. Fueron años de iniciación para muchos de los que siguieron cualquiera de las dos vías, y en algunos casos, y según flotaba en el viento, sostuvieron algún tipo de relación. Recordaba algunos puntos para suponer eso. Fueron los lectores los encargados de relatarme cómo habían ocurrido las cosas y la naturaleza de sus alianzas.
No abandono mi voluntad de hacer una literatura que se apoye lo más posible en nuestra habla, ni tampoco mi idea de hacer una prosa seductora, con sonoridad y dramatismo. Desde luego que expreso la realidad, Aspectos identitarios, les llama Elizabeth Moreno, y aunque espero que algo sea considerado exclusivo de mi territorio imaginario, mis lectores se ejercitan en el arte de encontrar verdades con mucho éxito.
En Efecto Tequila, una novela del 2004 que apenas está encontrando sus lectores, partí de hechos reales: un nuevo Registro que era un nuevo impuesto a la adquisición de automóviles, y la guerra sucia en Argentina. Ambos campos terribles. En los límites del barroco, y con gran apoyo de la cultura popular, desarrollé una historia de espionaje, y llevé mi idea de contar hasta sus últimas consecuencias: una mezcla de hilos discursivos que abarcan, acciones, imaginaciones, recuerdos, intervención del narrador, descripciones y habla. Todo dentro de un fraseo ágil que indujo a Verónica Flores, mi editora actual, a plantearme la necesidad de un par de estaciones donde mis lectores pudieran descansar antes del infarto. Así lo dijo. Aún no sé si su petición fue un halago o un severo cuestionamiento a la dinámica de mi estilo.
Con los años, he tenido pocos señalamientos sobre lo que tiene de verdad esta novela, a no ser por los comerciales que utilicé como elementos de ruptura de clímax y que han despertado toda clase de comentarios a favor y en contra y no son pocos los que los han considerado una impertinencia.
Una noche en que no podíamos parar de hablar de Don Quijote y de Pedro Páramo, plop, me llegó la idea de Cóbraselo Caro, mi homenaje al maestro de Jalisco. La mayoría de los capítulos los escribí estudiando las notas que levanté en la tierra de Rulfo. Los caballos sobre el empedrado, el panteón de Tuxcacuesco, la iglesia sin torre de Apulco, el mezcal, las carnitas, el sol de mediodía, una casa en Sayula, los caminos, el polvo. Cuando al final no podía cerrar la novela, recordé la casa donde había crecido, la casa de mis abuelos Herlinda y Tomás tan llena de fantasmas y mujeres espectrales que pedían pesetas blancas o la escena donde el tío Juan lleva a su mujer con sus padres y jamás vuelve por ella, igual que Pedro Páramo con Doloritas. ¿No es eso realidad? Yo, que la viví todos los días de mi infancia digo que sí porque todo eso era parte de nuestra vida. Cualquier tarde la lumbre sonaba: Albricias, decía mi abuela, roguemos a Dios que sean buenas, y dos días después añadía: Hoy vendrá uno de mis hijos a visitarnos y esa tarde llegaba cualquiera de mis tíos. Mi abuela no era adivina, líbrenos Dios, simplemente sabía leer su realidad. Era un acto de sabiduría, y como dice Zygmunt Bauman, “...a diferencia del conocimiento, la sabiduría no envejece”.
Balas de Plata, mi entrega más reciente, me ha traído el tema de nuevo. Es una novela con un largo período de incubación que me llevó cerca de treinta meses terminar. Igual que en todas, se presenta algo en la realidad que me seduce e induce por largos periodos para imaginar personajes, situaciones, tiempos y me olvido, logro olvidar que he partido de un hecho, o de un guiño de la realidad. Casi siempre son las preguntas, cuando el libro es publicado, las que me traen de regreso. El primer capítulo de Balas de plata fue el último que escribí, pretendía crear un personaje con una vida propia, independiente de su trabajo de investigador policiaco, alguien que se quedara con los lectores. Busco que mis personajes sean entrañables, en mis novelas anteriores lo he logrado a base de referentes familiares a todo mundo; durante el tiempo de escritura pruebo varios elementos. No quiero repetir y no encontraba algo para el Zurdo Mendieta. Sé que muchos de mis lectores tienen apego a lo monstruoso de la vida y entonces se me ocurrió que fuera un personaje abusado, lo cual hasta ahora sólo ha levantado un par de comentarios. Lo que llama la atención es una expresión que utilicé como literaria y que sin embargo hasta ahora es la que más ha llamado la atención y señalada en el 90% de las entrevistas: “la modernidad de una ciudad se mide por las armas que truenan en sus calles...”
¿Qué pensaba, vi, escuché o leí cuando concebí esa frase? No lo recuerdo. Apresuré respuestas ante los medios mientras buscaba el soporte de mi discurso, que no correspondía sólo a mi ciudad o a mi país, sino a un mundo convulsionado por sí mismo, que es su peor enemigo y todos los días se depreda de alguna manera. Por primera vez, supe que no podía huir de la vida que da sustento a mis frases. Y por primera vez también, comprendí que mi literatura partía de un cúmulo de certezas colectivas, que tienen que ver con el mundo, con la época tan particular que nos está tocando vivir. Cómo quise en ese momento ser otro escritor. Por ejemplo un escritor erótico en el imperio de los cuerpos y las prohibiciones, un escritor de novelas amorosas y reciclar la tragedia de Romeo y Julieta o la inasibilidad de la Maga. Refugiado en la poética de los techos de múltiples ciudades y estilos arquitectónicos, supe que no podía ser otro. Qué llevo una ciudad en la sangre y muchos rincones en el corazón, que cuando estoy más solo o más poblado es mi tema difuso, aunque hable de Joyce, Verona o las bicicletas de montaña.
He visto mi ciudad de frente y de perfil. Desde un hospital, un callejón sin salida o el Mercado Garmendia. He sido testigo de cómo se la traga el mundo y de como cada mañana se yergue con un diente menos, y es esa ciudad, viciosa y pendenciera la que entra por mi ventana, me acaricia y susurra palabras al oído, recetas increíbles para escapar de la frustración o estados de ánimo para seguir a dónde sea. Nunca diré cómo lo dice, no lo haré por educación y por respeto y al maestro Antonio Hass, que era un artífice del buen decir y del perfecto escribir, a quien manifiesto mi respeto y admiración más acabados.
No recuerdo haber elegido ser escritor realista. Bastante tenía con querer escribir una historia correctamente. Nunca me he preocupado por lo que puedan decir mis personajes. Me preocupa cómo lo dicen, cuándo y dónde; las palabras que usan, la emotividad que espero experimenten mis lectores; pero no por las verdades que identifiquen, sino por la sorpresa de la forma, el ritmo narrativo o la mezcla de elementos de la vida cotidiana en el discurso narrativo. Vamos, por el lujo de ver convertida nuestra ciudad, como diría Walter Mignolo, en una entidad ficcional.
No obstante, parece que he llegado más allá de lo que era mi pretensión.
Si hay verdades en Rulfo, Del Paso o Joyce, en García Márquez, Cortázar o Vargas Llosa, En Juan José Rodríguez, César López Cuadras o Alfonso Orejel, es algo que como lector jamás he advertido. Leo como niño, identifico y me regocijo con los elementos de la ficción donde la verdad pesa tan poco. Pues claro, la ficción es un discurso sobre una situación imaginaria que no tiene mayor apego a la verdad. Aunque mis lectores mexicanos localicen referentes inquietantes cuya correspondencia no es precisamente la ficción. Sé que mi contribución a mejorar el mundo, si es que existe, es mínima, si acaso un pequeño empellón en la búsqueda de la utopía de cada quien; sin embargo, a mí y a los culichis, ahí los quiero ver para que nos quiten lo bailado...
Muchas gracias.
*Discurso de aceptación e ingreso del Maestro Élmer Mendoza a El Colegio de Sinaloa.
(Culiacán, Sinaloa, México, 16 de mayo de 2008).

Comentários

Anônimo disse…
Bravo... bravísimo por el maestro!!
Elena Méndez disse…
Maravilloso el profe...